—Enguardia
Después de un tortuoso y largo viaje llegaba el rabino Ramban (también conocido como Nahmanides o Bonastruc ça Porta ) a Tierra Santa. Era el año 1267 cuando el erudito Gerundense, después de ser expulsado del reino de Aragón, decidió volver a la tierra de sus padres. Sin embargo, la llegado no sería tan agradable como a él le hubiera gustado. En una carta escrita a Nahman, uno de sus hijos, describe de esta manera el estado de aquel lugar:
«¿Qué puedo decirte acerca de la tierra de Israel? Jerusalén está más desolada que ningún otro lugar. Encontramos los restos de una casa construida con pilares de mármol y con una hermosa cúpula; y nos la llevamos para construir una sinagoga…»
Al escuchar este testimonio uno no pude más que recordar las palabras de Jesús concernientes al templo de Jerusalén:
«Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os dijo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada». (Mateo 24:1-2)
¡Ay si hubieran conocido el tiempo de su visitación! ¡Ay si Nahmanides hubiera entendido lo que estaba delante de sus ojos! Y en efecto, no solo el templo, toda la nación fue desolada. Desde la expulsión de los judíos en el año 70 d. C. Palestina (así es como le llamaron los romanos) había permanecido en perpetua desolación. Mil doscientos años más tarde Nahmanides atestiguaría sobre lo que los profetas habían predicho centenares de años antes de la venida de nuestro Señor. Y no sería el último. Exactamente seiscientos años más tarde un Norteamericano llamado Mark Twein también realizariá un viaje a la tierra de las Escrituras. Era el año 1867 cuando el escritor decidiría emprender un largo viaje de placer que describiría en su libro The Innocents Abroad («Los inocentes en el extranjero»):
«Atravesamos unas cuantas millas de campos desolados, con una tierra fértil, pero llena de maleza—una silenciosa y triste expansión donde solo vimos a tres personas— ».
Y sobre Jerusalén nos cuenta:
«Andrajos, maldad, pobreza y suciedad: señales y símbolos que indican la presencia del gobierno musulmán más claramente que la luna creciente. Leprosos, lisiados, ciegos y estúpidos te asaltan por todas partes. […] Ver a tanta humanidad mutilada, malformada y enferma amontonarse en los lugares santos y obstruyendo las puertas puede hacer pensar a uno que los días de antaño han regresado y que el Ángel del Señor descenderá en cualquier momento a remover las aguas de Betesda. Jerusalén es triste, deprimente y sin vida. No desearía vivir aquí.»
Los tiempos de Mark Twein eran tiempos interesantes. Parece ser como sí por una extraño presentimiento la gente se prepara para lo que había de venir. En la Europa protestante, sobretodo, había un avivamiento que esperaba con ansiedad el renacimiento de la nación de Israel; y por consiguiente el retorno del Mesías. Eran tiempos de los templares alemanes (quienes creían que había que contribuir espiritualmente a la construcción del tercer templo de Jerusalén, por lo que establecieron colonias en Haifa, Jerusalén y Tel Aviv), de Theodor Herzl (persona de gran influencia para el establecimiento de la nación) y de personajes como el teólogo Alfred Edersheim. Este último fue un cristiano de origen judío que escribió extensamente sobre Israel y el pueblo judío. En la primera página del libro «Usos y costumbres de los judíos en los tiempos de Jesús» nos describe, de una manera similar a la de Mark Twein y Nahmnides, lo siguiente:
«Hace dieciocho siglos y medio, la tierra que ahora yace desolada, con sus desnudas y grises colinas mirando a valles mal o nada cultivados, con sus bosques destruidos, sus terrazas de olivos y vides desvanecidas en polvo, con sus aldeas sumidas en la pobreza y en la suciedad, sus caminos inseguros y desiertos, su población nativa casi desaparecida, y con ellos su industria, riqueza y poder, presentaba una escena de belleza, riqueza y actividad casi sin par en el mundo entonces conocido.»
!Quien diría que unos años más tarde Israel volvería a ser una nación! A penas han pasado 68 años e Israel se ha convertido en la mayor potencia del Medio Oriente. A finales del siglo XIX Palestina contaba tan solo con medio millón de personas (de las cuales ni siquiera el 10 % eran judías); hoy Israel cuenta con más de 8 millones de almas (75% de ellas judías). Las miles y miles de personas que visitan Israel cada año, y en efecto, yo mismo, puedo atestiguar de la transformación que ha ocurrido. La antigua ciudad de Jerusalén que yacía desolada, hoy cuenta con algunos de los barrios más caros de todo Israel. Los barrios judíos y cristianos poseen magníficos edificios, calles limpias y bien cuidadas, tiendas y cafés a la esquina de antiguos palacios; y hasta los árabes han sido beneficiados grandemente con la multitud de peregrinos que visitan la Ciudad Santa (si es lícito llamarla santa). Uno puede adentrarse por el barrio árabe y caminar por el sinfín de callejuelas rebosantes de comercios donde se ofrece todo tipo de recuerdos y objetos triviales, o comprar algunas de las más exquisitas especies, el delicioso café turco, el rico pan árabe… Pero, lo que a uno le asombra más es ver como la tierra cobra vida. Donde antes había desolación, hoy los campos reverdecen por todas partes, incluso en el desierto. La viña y la higuera crece por doquier, los graneros rebosan de trigo y las granadas y los dátiles compiten por ser las mejores del mercado internacional. Y ¡cuanto más se podría escribir de lo que ha acontecido! ¿Pero es que a caso nos debería de asombrar? ¿No habían dicho ya esto los profetas de renombre?:
«Por tanto, he aquí que vienen días, dice Jehová, en que no dirán más: Vive Jehová que hizo subir a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive Jehová que hizo subir y trajo la descendencia de la casa de Israel de tierra del norte, y de todas las tierras adonde yo los había echado; y habitarán en su tierra.» (Jer. 23: 7-8)
No volvamos, por tanto, a Egipto a observar los palacios destruidos y sus dioses enterrados en arenas movedizas. No miremos a la zarza ardiendo, a la nube y al mar rojo (aunque bueno es recordarlo); miremos arriba, a la tierra viva y milagrosa donde el Rey de los vivientes regresará algún día no muy lejano.
Vivimos en tiempos extraordinarios.
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