John Gilchrist — Titulo original: The Love of God in the Quran
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Deuteronomio 8:6“Guardarás, pues, los mandamientos de Jehová tu Dios,andando en sus caminos, y temiéndole”.
Moisés pronunció estas palabras a los Hijos de Israel poco antes de morir. No nos deberían resultar extrañas, pues nuestro Creador naturalmente tiene el derecho de exigir que sus criaturas obedezcan sus leyes y mandamientos. Es nuestro deber ineludible guardar las leyes de Dios, y provocamos su ira si no lo hacemos. Así como el siervo está obligado a prestar un servicio leal a su amo, así es deber de todos los hombres temer a Dios y guardar sus mandamientos (Eclesiastés 12:13). Sin embargo, si tuviéramos que preguntar cuál es el más grande de todos los mandamientos de Dios, ¿cuál sería la respuesta? ¿Sería simplemente que debemos creer en la unidad de Dios y cumplir con los deberes que nos impone? ¿O se espera de nosotros una obligación mayor? Escuchemos de nuevo a Moisés para descubrir si en verdad tenemos un mayor deber hacia Dios que el simple mandamiento de guardar sus leyes:
“Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos, y que lo ames, y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma.” (Deuteronomio 10:12)
Una vez más se nos da el mandato de servir a Dios, pero ahora el mandato ha adquirido una nueva dimensión. Se encuentra en esta palabra: “amarlo”. La gran diferencia de esta palabra es que nuestro servicio a Dios no debe ser meramente un ejercicio servil de los deberes que él nos impone, más bien debe ser la expresión de los afectos de nuestro propio corazón hacia él. Moisés notificó cuidadosamente a su pueblo que este es el servicio que Dios espera de los hombres. El mero cumplimiento de un deber no es lo que él requiere. El único servicio que aceptará de los hombres es el que brota del amor que procede del corazón. Moisés enfatiza este hecho una y otra vez durante sus últimas palabras a los Hijos de Israel:
“Amarás, pues, a Jehová tu Dios.” (Deuteronomio 11:1)
“Si obedeciereis cuidadosamente a mis mandamientos que yo os prescribo hoy, amando a Jehová vuestro Dios…” (Deuteronomio 11:13)
A sus ojos, por tanto, es de suma importancia que sirvamos a Dios por amor y que todo lo que hagamos lo hagamos por amor a él.
1. El Gran y Primer Mandamiento
Siglos después, un escriba judío se acercó a Jesús y le hizo una pregunta para probar su interpretación de la ley y ver si estaba de acuerdo con las opiniones de los líderes judíos:
“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” (Mateo 22:36)
Los judíos habían estudiado exhaustivamente las leyes de Dios y éste deseaba poner a prueba a Jesús para ver que respuesta le daría a esta pregunta. Enseguida Jesús dijo:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento». (Mateo 22:37-38)
El mandamiento de amar a Dios es, por tanto, el más grande y principal de todos sus mandamientos. Todas las demás leyes y todas las enseñanzas de los profetas se resumen en esta única ley de amar al Señor con todo nuestro corazón, alma y mente. Ninguna otra ley puede guardarse fielmente a menos que se guarde en un espíritu de amor.
¿Qué es, sin embargo, el amor? ¿Podemos decir que al esforzarnos por obedecer las leyes de Dios demostramos automáticamente que lo amamos? No se puede discutir que la obediencia a sus mandatos es un aspecto esencial del amor hacia él. Nadie que desobedece sus mandamientos lo ama. Sin embargo, el mero cumplimiento de los deberes religiosos no es prueba de la presencia del amor. Los hombres que se esfuerzan por servir a Dios pueden hacerlo por temor, orgullo o perspectiva de recompensa. El amor, por lo tanto, no es necesariamente la motivación detrás de tal servicio. Debemos servir y obedecer a Dios si lo amamos, pero este servicio debe hacerse por amor y debe estar motivado por el amor. Uno de los discípulos más cercanos de Jesús, el apóstol Juan, lo expresó de la siguiente manera:
“Y este es el amor, que andemos según sus mandamientos. Este es el mandamiento: que andéis en amor, como vosotros habéis oído desde el principio.” (2 Juan 6)
Claramente hay algo intensamente profundo en la obediencia que surge del amor. Cuando analizamos los principios básicos del amor, encontramos ciertos rasgos esenciales que deben estar presentes para que este amor se ejerza de verdad.
En primer lugar, el amor debe ser genuino (Romanos 12:9). Debe ser una expresión desinhibida de los afectos del corazón. Debe haber completa libertad para que tal amor se ejerza genuinamente. Si hay alguna presencia de miedo en el corazón, el amor no puede mostrarse abiertamente. El miedo al castigo automáticamente descalifica a una persona para amar genuinamente al que teme. El servicio hacia esa persona se hará con el propósito de aliviar la ira de esa persona hacia él. Tal servicio, por lo tanto, brota no del amor sino de la auto-motivación. El hombre que sirve a Dios porque no tiene la seguridad del perdón de Dios, y busca por este servicio obtener ese perdón, tiene su propio bienestar en el corazón. Él, ciertamente, no ama verdaderamente a Dios, porque el amor no es genuino. El amor, como motivación del corazón, no tiene socios. Para que el amor sea genuino no puede haber ningún otro factor que afecte el servicio de quien busca expresar ese amor.
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”. (1 Juan 4:18)
En consecuencia, si un hombre sirve a Dios y guarda sus mandamientos a través del amor genuino, no debe haber ningún temor de la ira de Dios en su corazón. Esto hace que sea esencial, desde el principio, que haya un conocimiento completo del perdón en el corazón del hombre que quiere servir a Dios por amor. Ese perdón debe experimentarse ahora, no es una perspectiva incierta de algún momento en el futuro.
Si un hombre no está seguro de la remisión completa de Dios de sus pecados, y si no disfruta de un estado de perdón permanente por todo lo que pueda pensar o hacer, no es posible que sirva a Dios por amor genuino. Aunque profesa amor a Dios, realmente le sirve con el objetivo primordial de obtener su perdón y aliviar su ira. Como hemos dicho, tal servicio está principalmente motivado por sí mismo, porque busca aprobarse a sí mismo en lugar de darle la gloria a Dios. Por lo tanto, si vamos a amar verdaderamente a Dios, primero debemos experimentar el conocimiento perfecto de su perdón en nuestros corazones. Para que nuestro amor sea genuino, debe reinar en nosotros una condición de completa paz con Dios.
En segundo lugar, el amor debe ser expresivo. Si las obras de amor no fluyen del corazón, no hay amor en el corazón del adorador. El amor está vacío a menos que se manifieste de manera apropiada.
“Hijitos, no amemos de palabra ni de palabra, sino de hecho y en verdad”. 1 Juan 3:18
Del lado del hombre, la forma obvia de esta expresión es a través de la obediencia sincera a los mandamientos de Dios. Tal como Jesús lo expresó la última noche que estuvo con sus discípulos:
“El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama”. Juan 14:21
Dios no descubrirá amor en nosotros hacia él si no obedecemos sus mandamientos. Sin embargo, si es el deseo de Dios no sólo que obedezcamos sus leyes, sino que lo hagamos completamente por amor, entonces es esencial que haya en la naturaleza de Dios algo que merezca este amor. La expresión del amor del hombre hacia Dios debe ser en respuesta y en agradecimiento por la manifestación del amor de Dios hacia el hombre. Si hay conocimiento del amor de Dios a través de alguna revelación manifestada a los hombres por Dios en la historia, entonces no sólo es posible sino esencial que los hombres expresen su aprecio por este hecho a través del amor hacia Dios.
En uno de los libros más hermosos de la Biblia, el Cantar de los Cantares, tenemos un espléndido ejemplo de este principio. El libro se refiere a los afectos más profundos de un hombre y su novia, el uno por el otro. En una ocasión estando él apartado de ella, ella lo busca desesperadamente, diciendo a sus compañeras:
“Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado,
Que le hagáis saber que estoy enferma de amor.” (Cantares 5:8)
Ligeramente sorprendidas por esta búsqueda decidida para encontrar a la persona que ama (que aparentemente no comparten con sus propias parejas), sus compañeras le responden:
“¿Qué es tu amado más que otro amado?” (Cantares 5:9)
Ella, en una extensa respuesta, detalla el valor de su amado y demuestra que lo considera excelente en todos los aspectos, desde la cabeza hasta los pies. Él es, en su opinión, distinguido entre diez mil. No es de extrañar que de su corazón brota una expresión más profunda de amor por su amado que de las de sus compañeras por sus cónyuges. Ella resume su valor en estas palabras:
“Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable.
Tal es mi amado, tal es mi amigo,
Oh doncellas de Jerusalén.” (Cantares 5:16)
Debido a que supera en honor a todos los demás hombres de su nación, ella naturalmente expresa un afecto más profundo por él que el de sus compañeras por sus maridos. Con estos principios en mente, seguramente debe ser cierto que aquellos que ven lo mejor del amor de Dios hacia los hombres responderán de la manera más ferviente en el amor hacia él. Quienes ven el amor de Dios en las obras de la naturaleza y en las muchas providencias que nos concede, encontrarán la posibilidad de expresarle amor a cambio. Pero si Dios ha demostrado su amor por los hombres entregándose a sí mismo para redimirlos del pecado, ningún hombre en la tierra conocerá la capacidad de amor hacia Dios que tienen los que son partícipes de esta redención. Cuanto más profunda sea la revelación del amor de Dios hacia la humanidad, más profunda será la respuesta de amor hacia él en quienes creen y se apropian de los efectos de este amor.
En tercer lugar, el amor debe ser mutuo. Ningún hombre podrá sostener el amor en su corazón hacia una mujer que desprecia ese amor. Dentro de un matrimonio el amor sólo puede desarrollarse realmente donde los cónyuges se corresponden mutuamente. Si vamos a estar arraigados y cimentados en el amor unos por otros, es necesario que ese amor sea mutuo para que se produzca un equilibrio perfecto. Un logro de tal amor mutuo resultará en una expresión como esta de quien comparte ese amor:
“Yo soy de mi amado, y mi amado es mío”. (Cantares 6:3)
El amor es la mayor de todas las gracias permanentes (1 Corintios 13:13). Cuando Dios ordena a los hombres que lo amen con todo su corazón, está recurriendo a la mayor de todas las virtudes al hacerlo. Busca la mejor forma de adoración que pueda obtener de ellos. Pero para que tal adoración se desarrolle en los hombres a su mayor potencial posible, la expresión de amor entre los hombres y Dios debe ser mutua. No sólo es necesario que Dios manifieste su amor hacia los hombres, sino que también debe permitir a los hombres la experiencia más plena posible de ese amor en sus propios corazones para que tal amor recíproco se haga verdaderamente presente.
Por lo tanto, formulamos en esta etapa nuestras conclusiones sobre el “gran mandamiento” de que cada uno de nosotros debe amar a Dios con todo su corazón, alma y mente. Este mandamiento demuestra la voluntad de Dios de que los hombres den lo mejor de sí mismos para él. Nada menos que el amor genuino, expresado de manera positiva, es aceptable para Dios. Pero para que esto sea posible por parte de los hombres, se necesitan tres iniciativas por parte de Dios:
- Debe ofrecer el perdón de los pecados a todos aquellos de quienes espera este amor para que sea real y no perturbado por el miedo.
- Debe manifestar y revelar su amor por los hombres de tal manera que ellos puedan responderle con amor.
- Debe permitir a los hombres el conocimiento personal de su amor y una experiencia viva de él en sus corazones, si ha de desarrollarse entre él y ellos una comunión recíproca y permanente basada en el amor.
A algunas personas les parecerá extraño, incluso presuntuoso, escuchar decir que Dios “debe” hacer estas cosas. No obstante, cuando se consideran todas las implicaciones, resulta obvio que para que las criaturas obedezcan el mandamiento de amar a Dios, estos factores deben estar presentes. De lo contrario, los hombres no pueden ejercer un amor tan genuino hacia Dios como él espera de ellos.
2. El Amor de Dios en el Corán
El cristianismo y el Islam tienen puntos de vista diferentes de Dios. Tanto la Biblia como el Corán afirman ser la Palabra de Dios, pero la teología de Dios a menudo es sorprendentemente diferente en estos dos libros. Sin embargo, lo que aquí nos preocupa particularmente es descubrir en qué libro encontramos la mejor revelación del amor de Dios hacia los hombres. Comencemos por estudiar brevemente la enseñanza del Corán sobre el amor de Dios.
En primer lugar, el Corán exhorta a los hombres a amar a Dios. Quizás el mejor verso del Corán que contiene este mandato es este:
“Di: ‘Si amáis a Alá ,¡seguidme! Alá os amará y os perdonará vuestros pecados. Alá es indulgente, misericordioso’” (Sura 3:31)
Significativamente, sin embargo, uno no encuentra en este versículo (ni en ningún otro en el Corán) el mandato de amar a Dios con “todo tu corazón, alma y mente”. La razón es bastante clara en este versículo del Corán. Se exhorta al oyente a amar a Dios [Alá] para que así pueda obtener su amor y su perdón. El objeto básico, por tanto, de este amor es la absolución y aprobación de Dios para el creyente. En consecuencia, la motivación para tal amor debe ser el bienestar y la comodidad del creyente. No se sugiere en el Corán que tal amor deba ejercerse de manera desinteresada, con la gloria de Dios ante todo en la mente del creyente. Por el contrario, el objeto de tal amor es realmente el creyente mismo. Con este amor busca fundamentalmente apartar la ira de Dios y ganar su aprobación en su lugar. Ahora bien, este no es el fruto del amor genuino. Tal amor, como hemos visto, debe ser el ejercicio de los afectos más puros del corazón hacia Dios, no puede ir acompañado de un motivo complementario como el de obtener el perdón de Dios.
Por esta razón, es bastante significativo que el Corán no exhorte al creyente a amar a Dios con todo su corazón. Tal amor del corazón es esencialmente de naturaleza desinteresada. El amor que busca su propia seguridad no procede del corazón. No es la expresión de los afectos más profundos del núcleo mismo del ser de un hombre. El amor en este último sentido busca principalmente la gloria de su objeto, pero el que lucha por la aprobación de Dios y considera principalmente sus propias perspectivas de perdón está fundamentalmente motivado por sí mismo. No puede describirse como amor genuino y ciertamente quien ama a Dios principalmente para obtener su perdón no está cumpliendo el mandamiento real; de hecho, lo que Jesús llamó el “gran y primer mandamiento” de amar a Dios con todo tu corazón, alma y mente. Como vimos anteriormente, el temor a la ira de Dios descalifica a alguien del amor genuino del corazón.
El Corán no le da al creyente ninguna seguridad total del perdón de todos sus pecados de este lado de la tumba. En consecuencia, no es de extrañar que establezca la perspectiva del perdón al final de la vida como la recompensa del servicio a Dios. Incluso entonces no hay seguridad completa de que el creyente será perdonado y el creyente solo puede morir con la esperanza de la misericordia de Dios (Sura 17:57). Sin embargo, se debe enfatizar nuevamente que tal servicio se hace puramente por amor hacia uno mismo con el bienestar de uno mismo en el corazón. Sólo cuando el creyente comienza con el conocimiento total del perdón de Dios, puede servir a Dios libremente por amor genuino. Mientras tema la ira de Dios, es imposible que ejerza verdadero amor hacia Dios con la gloria de Dios como la principal preocupación de su corazón.
En consecuencia, debe concluirse que la enseñanza del Corán no satisface las necesidades del amor genuino. Deja actualmente sin decidir el hecho del perdón y sus exhortaciones a los hombres a amar a Dios se dan con un objetivo principal: la realización de su absolución y aprobación. En tales circunstancias, un hombre no puede amar honestamente a Dios con todo su corazón. No puede expresar tal amor sin alguna perspectiva de absolución y aceptación con Dios ante todo en su alma y mente.
En segundo lugar, encontramos que el Corán dice muy poco sobre la expresión del amor de Dios por la humanidad. Casi invariablemente, el Corán habla de este amor como una expresión de aprobación de aquellos que hacen el bien. Este versículo da un ejemplo típico de este hecho:
“Gastad por la causa de Alá y no os entreguéis a la perdición. Haced el bien. Alá ama a quienes hacen el bien.” (Sura 2:135)
A lo largo del Corán leemos que Dios ama a los que hacen el bien y no ama a los que hacen el mal. Esto significa principalmente que aprueba a los que hacen el bien y, en consecuencia, desaprueba a los que hacen el mal. En todos los casos en que aparece la expresión en el Corán, se puede traducir fácilmente “aprueba” en lugar de “ama” sin ningún cambio en el significado de la expresión. El conocimiento y realización de esta aprobación también sólo se conocerá en el Último Día. Esto es prácticamente todo lo que dice el Corán sobre el amor de Dios hacia la humanidad.
A nuestro modo de ver esto es insuficiente para despertar en los hombres el amor sincero hacia Dios. No hay expresión presente de ese amor de Dios que pueda suscitar la respuesta de amor en los hombres hacia él. De hecho, el Corán a menudo apela a lo que es visible en la naturaleza como prueba de la existencia y el carácter de Dios. Pero es el orden en la naturaleza misma lo que revela la existencia y soberanía del único Dios verdadero (Romanos 1:20). El Corán no revela este hecho; simplemente apela a su revelación en la naturaleza. Pero aparte de esto, el Corán realmente no nos dice nada sobre la profundidad del amor de Dios hacia los hombres fuera de lo que se puede descubrir en la naturaleza. No revela ningún gran acto de amor en la historia del trato de Dios con los hombres que provoca la respuesta de un amor sincero hacia él. Para decirlo en pocas palabras, no hay una expresión definida de amor en el corazón de Dios hacia los hombres en el Corán. No se da ninguna prueba de un profundo afecto hacia la humanidad.
El amor filial que un padre tiene por sus propios hijos y la revelación de ese amor no se encuentra en la relación entre Dios y los hombres en el Corán. No conoce el concepto de la paternidad de Dios, mientras que a Dios se le llama comúnmente “el Padre” en la Biblia. No se encuentra un título tan exaltado en el Corán. Además, no hay ninguna manifestación del amor de Dios hacia la humanidad de la forma más grande: la de la abnegación y el sacrificio propio. Uno no encuentra en el Corán una muestra unilateral del amor de Dios expresada en nombre de la humanidad, de tal manera que Dios esté dispuesto a dar de sí mismo para probar y manifestar ese amor. De hecho, incluso con respecto a la enseñanza de que él “ama” los que hacen el bien, no encontramos que este amor sea una expresión del sentimiento en el corazón de Dios hacia los fieles. En el contexto de este hadiz, que es muy consistente con la enseñanza del Corán sobre la actitud de Alá hacia la humanidad (Sura 5:18), vemos muy claramente la falta total de sentimiento en este amor:
“Verdaderamente, Alá creó a Adán y luego frotó su espalda con Su mano derecha y sacó una descendencia de él y dijo: Yo los creé para el Paraíso y con las acciones de los habitantes del Paraíso que ellos harán. Luego frotó su espalda con Su mano y sacó de él una descendencia y dijo: Estos los he creado para el Infierno y con las acciones de los moradores del Infierno que harán”. (Mishkat al-Masabih, Vol.3, p.107)
Nos vemos obligados a concluir que no hay ninguna expresión del amor glorioso y sincero de Dios en el Corán que permita a los hombres honrar su deseo y ordenar que lo amemos con todo nuestro corazón, alma y mente. Si Dios en su propia naturaleza no tiene un amor sincero hacia los hombres, no se puede esperar que ellos le expresen tal amor a cambio.
Por último, encontramos, después de lo que ya se ha dicho, que no hay, en la enseñanza del Corán, ninguna capacidad para el amor mutuo entre Dios y los hombres como la que existe entre un hombre y su esposa que descubrimos en el Cantar de los Cantares. No es posible, según el Corán, que los hombres experimenten realmente el amor de Dios en sus propios corazones, tal como un hijo experimenta el amor de su padre y una esposa el amor de su esposo. De hecho, Dios es llamado el “Amado” (al-Wadud) en el Corán, pero solo en dos ocasiones (Sura 11.90 y 85:14). Esta declaración, sin embargo, no implica la profundidad del amor en la naturaleza de Dios tal como se encuentra en la declaración bíblica “Dios es amor” (1 Juan 4:8). En cambio, uno de los grandes teólogos de la historia islámica, al-Ghazzali, se esfuerza por informarnos que la expresión “el que ama” significa mucho menos de lo que parece indicar el título.
Al-Ghazzali explica que este amor consiste únicamente en actos objetivos de bondad y expresiones de aprobación. Niega que haya subjetividad alguna en el amor de Dios, es decir, que Dios sienta amor alguno en su propio corazón hacia la humanidad. En su trabajo sobre los nombres de Dios en el Corán titulado Al-Maqsad Al-Asna, afirma que este título en el Corán es menor, por ejemplo, que «el Misericordioso» (ar-Rahim) – una opinión con la que nos vemos obligados a estar de acuerdo, porque Dios es llamado «el Misericordioso» más de doscientas veces en el Corán, pero «el Amoroso» sólo dos veces.
“El está por encima del sentimiento de amor”. (Al-Maqsad Al-Asna, p.91).
No queda muy claro cómo alguien puede estar “por encima” del sentimiento de amor. El amor es la mayor de todas las virtudes y cualquiera que no sienta el amor en lo más íntimo de su ser debe estar por debajo de esta gracia excelente; es más, muy por debajo de esta. Pero si es cierto que Dios está desprovisto de tal amor subjetivo hacia la humanidad, entonces los hombres no pueden desarrollar amor en sus corazones hacia él, especialmente en la medida en que lo aman con todo su corazón, alma y mente. Al-Ghazzali confirma este desafortunado hecho sobre el amor de Dios al decir lo siguiente:
“El amor y la misericordia se desean con respecto a sus objetos sólo para obtener su fruto y beneficio y no por empatía o sentimiento”. (Al-Maqsad Al-Asna, p.91)
Por lo tanto, los hombres no pueden alcanzar el mayor de los privilegios: el conocimiento personal y real del propio amor de Dios. Pueden recibir cosas de Dios como muestras de bondad y aprobación, pero Dios mismo no puede ser conocido. No hay posibilidad de una expresión mutua de amor entre Dios y los hombres que pueda desarrollarse y crecer hasta convertirse en una maravillosa comunión y compañerismo entre él y el creyente.
En estas circunstancias podemos entender por qué el Corán omite el mandato bíblico de amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y mente. Si los hombres no pueden obtener en la actualidad la seguridad total del perdón de sus pecados, no es posible demandar de ellos un amor tan genuino. Si el amor no forma parte de la misma naturaleza de Dios, sino que sólo se discierne a través de lo que da a los hombres; si no ha manifestado de manera específica un profundo amor hacia la humanidad; y si él también niega a los hombres cualquier experiencia personal de su propio amor, entonces no puede haber un amor recíproco genuino. No hay nada en él que pueda despertar la respuesta de tal amor en los hombres.
Sin embargo, tanto Moisés como Jesús declararon que lo fundamental para Dios es precisamente ese amor sincero. ¿Impusieron estos hombres a sus seguidores un mandato imposible o, por el contrario, tenían un conocimiento mayor y más profundo de la verdadera naturaleza de Dios que el que encontramos en el Corán? Debido a su visión limitada del amor de Dios, el Corán sabiamente se abstiene de ordenar a los hombres la mayor devoción posible a Dios: el amor inagotable que brota del corazón. Tal amor solo podría esperarse de los hombres si Dios fuese mucho más grande de lo que presenta el Corán. Dios debe ser mucho más majestuoso, positivamente más grande, claramente superior e infinitamente más amoroso si los hombres han de lograr amarlo con todo su corazón.
Dios sólo puede hacer un reclamo tan elevado de la devoción de los hombres con justicia si Él está preparado ahora mismo para darles el perdón de los pecados, revelar a través de algún acto de amor que Él es positivamente digno de ese amor, y con su Gracia extender a los hombres el pleno conocimiento personal de este amor. Si espera de los hombres la mayor expresión posible de devoción (el amor de corazón), debe ser un Dios digno de ese amor. Vayamos a la Biblia para ver si el Dios de Moisés y Jesús es realmente tal Dios.
3. La Paternidad de Dios en la Biblia
Una de las características llamativas de la Biblia es el título que se refiere a Dios como “Padre”. En las Escrituras no se le da ningún nombre (a diferencia de las otras religiones principales del mundo donde a Dios siempre se le da un nombre en sus libros sagrados), pero siempre aparece con un título, ya sea como “el Padre” o “nuestro Padre” o “Dios el padre”. Cuando se considera la relación íntima que existe entre un padre y sus hijos, es muy fácil comprender por qué no tenemos nombre para Dios. Llamamos a una persona por su nombre cuando nos dirigimos a él, pero su hijo siempre lo llama “padre”. No se dirige a él por su apellido porque él mismo lleva el nombre de su padre. Se le da un nombre a una persona para distinguirle de otrora hombres y un niño lleva el nombre de su padre por su estrecha relación. Pero, en vista de esta intimidad, no es necesario que un padre y su hijo se dirijan el uno al otro por el mismo nombre.
Por lo tanto, si Dios se complace en convertirse en Padre de su pueblo, esto debe significar que está dispuesto a entrar en una relación personal tan profunda con ellos que ningún nombre será necesario para distinguirse de ellos. No solo eso, sino que el mandamiento de amarlo con todo nuestro corazón, alma y mente tiene la mejor perspectiva de cumplimiento si Dios, en un profundo amor por nosotros, está dispuesto a convertirse en nuestro propio Padre. ¿Qué hijo hay a quien su padre no ame? Como dijo Juan:
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.” (1 Juan 3:1)
Esto no quiere decir que Dios haya tomado para sí descendencia, sino que está dispuesto a acercarse tanto a nosotros en amor que la íntima comunión que resultará de este amor entre él y los verdaderos creyentes sólo puede compararse a la que existe entre un amoroso padre y sus hijos.
Ahora sabemos que Dios es el Juez de toda la tierra y que se ocupará de los pecados de los hombres en el Día de la Ira venidera cuando sus justos juicios serán revelados. Si solo conocemos a Dios como Juez de todos, no podemos esperar misericordia en ese día porque los hombres serán llevados ante los jueces para ser juzgados y condenados por sus pecados. Pero un padre es muy diferente a un juez. Si bien puede castigar a sus hijos en amor y para corregirlos, es el perdón lo que realmente caracteriza la relación entre ellos. Siempre serán sus hijos y, mientras que un sirviente debe trabajar para ganarse su lugar en un hogar, y aun así se queda afuera en su aposento y puede ser despedido en cualquier momento, un hijo tiene absoluta libertad en la casa de su padre. No necesita trabajar para ganarse un lugar allí, ni reside fuera de la casa. No puede ser despedido, sino que sigue siendo el heredero de todas las cosas en la casa de su padre. Lo que es del padre es suyo también. Seguro que todos conocemos la expresión “un día hijo mío, todo esto será tuyo”, simbolizando la herencia que tiene el hijo de todo lo que el padre ha adquirido durante su vida. La siguiente conversación breve entre Jesús y Pedro, su discípulo más cercano, pone de manifiesto este hecho:
“¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos, o de los extraños? Pedro le respondió: De los extraños. Jesús le dijo: Luego los hijos están exentos” (Mateo 17:25-26)
En este contexto debemos considerar la enseñanza bíblica de que Dios es el Padre del verdadero cristiano. Si es así, significa que el reino de los cielos es el hogar legítimo de todo verdadero creyente. Debido a que es un hijo de Dios, debe ser reconocido ahora mismo como un miembro legítimo de la familia de Dios (Efesios 2:19). Él no tiene que ganarse su lugar allí, ni nunca será despedido de este reino. De hecho, ni siquiera habitará fuera de este. Tiene tanto derecho a un lugar en el reino de Dios como lo tiene un hijo en la casa de su padre. Si Dios está realmente dispuesto a compartir tal gracia con sus verdaderos hijos, entonces “qué amor” es este que nos ha dado. Jesús dejó en claro que Dios ciertamente desea tener una relación intensamente profunda y personal con el verdadero creyente:
“No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino.” (Lucas 12:32)
Esta conmovedora promesa nos lleva al tema que nos preocupa particularmente acerca de la autenticidad del amor que los hombres deben tener hacia Dios. Hemos visto que el miedo a la ira de Dios y la incertidumbre de su perdón destruyen el potencial del amor genuino. Ahora bien, si Dios está preparado para ser nuestro Padre, entonces este problema se resuelve inmediatamente. Al convertirse en nuestro Padre, nos ha hecho sus hijos y, por lo tanto, somos liberados del temor a la ira de Dios porque ahora ya estamos seguros de que el cielo es, y siempre será, nuestro verdadero hogar.
Un padre siempre ama a sus propios hijos de una manera muy especial y por muy bien dispuesto que esté hacia los niños en general, siempre tendrá un afecto más profundo por sus propios hijos que por los demás. La razón es simplemente que ve algo de sí mismo en sus propios hijos que no ve en los demás. A pesar de que puede tener hijos muy diferentes entre sí en apariencia y temperamento, de muchas maneras, al mirarlos a ambos, podrá decir: “ese soy yo”. Así también, si Dios se convierte en nuestro Padre, podemos saber que nos tiene un cariño especial, que de alguna manera única ve algo de sí mismo en nosotros, y por eso seguramente nunca nos negará.
Con razón Jesús dijo “No temáis”. El miedo al castigo se ha dejado atrás. Ya no anticipamos un juez en el trono de la justicia ante el cual debemos ser condenados a la perdición eterna por nuestros pecados. Miramos a un padre cuyo reino es nuestra propia casa y nos regocijamos en nuestra esperanza, como hijos, de compartir y heredar su gloria para ser revelada en el último tiempo. Hace dos mil años, Jesús instruyó a sus discípulos, orando a Dios, a invocarlo como “Padre nuestro” (Mateo 6:9). Esto indica, no un estado que se anhele en la era venidera, sino uno que disfrutan actualmente todos sus discípulos. Así lo expresaron dos seguidores de Jesús; de hecho, dos de los apóstoles más destacados [Pablo y Juan]:
“Somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo. (Romanos 8:16-17)
“Amados, ahora somos hijos de Dios.” (1 Juan 3:2)
En estas circunstancias, Dios puede ser conocido como Padre ahora y el que es un hijo de Dios no necesita temer la ira venidera. Los jueces ejecutan la ira sobre los malhechores y los separan de la sociedad; los amos castigan a los esclavos descarriados y los despiden de su servicio; pero los padres aman a sus hijos y siempre lo harán. Así que el cristiano no tiene miedo de la ira de Dios sino sólo el conocimiento de su amor. Como dijo Jesús a sus propios discípulos:
“El Padre mismo os ama.” (Juan 16:27)
En consecuencia, el cristiano puede poner toda su confianza en Dios, sabiendo que la profunda relación íntima que comparte con él nunca se romperá, porque Dios es su Padre y él es uno de sus hijos. Por lo tanto, el Dios de la Biblia cumple con el primer requisito del amor genuino del corazón. Como padre de todos los verdaderos creyentes, no se le debe temer. El Día del Juicio será, en cambio, un día de gloria para el verdadero cristiano. Dios tiene, en estas circunstancias, el derecho de esperar que aquellos que creen en él lo amen genuinamente con todo su corazón.
Hay una expresión implícita del amor de Dios por nosotros en su declaración de que él es nuestro Padre y, como un Padre puede ser conocido más íntimamente por sus hijos que por cualquier otra persona, el potencial para el amor mutuo aquí es bastante obvio. Prosigamos para entender mejor lo que Dios ha hecho para expresar su amor por nosotros para que sepamos que Él es verdaderamente nuestro Padre y cómo ha hecho posible que ese amor sea mutuo entre él y sus hijos.
4. La revelación del amor de Dios en Jesucristo
Anteriormente hemos visto que el amor debe ser expresivo y, en particular, que Dios debe manifestar su amor por nosotros de alguna manera si vamos a amarlo a cambio con todo nuestro corazón. Pues bien, la Biblia da tal manifestación del amor de Dios; de hecho, muestra la expresión más grande que los hombres jamás podrían esperar de él. En el siguiente pasaje se expone plenamente esta revelación del amor de Dios:
“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros.” (1 Juan 4:7-11)
La característica llamativa de este pasaje es la frecuente recurrencia de las palabras “Dios” y “amor”. El escritor está tan convencido del vínculo inseparable entre los dos que lo resume en estas palabras: Dios es amor (1 Juan 4:8). Esto significa que justo en el corazón mismo del interés personal de Dios en los hombres descansa el afecto y la preocupación más profundos posibles. En este caso, el amor de Dios claramente no se encuentra únicamente fuera de sí mismo en “fruto y beneficio”, como sugiere al-Ghazzali. Al contrario, ese amor existe en la naturaleza misma de Dios y es el amor de Dios que se revela a los hombres en el Evangelio. Se puede decir con seguridad que se habla más del amor de Dios en este breve pasaje de la Biblia que en todo el Corán. ¿Qué fue lo que convenció al apóstol Juan de la intensidad del amor de Dios por la humanidad? ¿A qué apela para probar este magnífico amor de Dios hacia los hombres? ¿Qué había hecho Dios para manifestar su amor de tal manera que pudiera hablarse de él como el epítome del amor mismo? Es simplemente esto:
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10)
Aquí está la prueba de la profundidad del amor de Dios hacia nosotros. Ha hecho lo más grande que podía hacer para revelar su amor por nosotros: dio voluntariamente a su propio Hijo Jesucristo para morir en una cruz por nuestros pecados para redimirnos. No se puede dar a la humanidad mayor prueba de amor que ésta. No es de extrañar que Juan no recurra a nada más para demostrar su punto. Ha dado la mejor prueba posible del amor de Dios hacia los hombres.
¿Cómo podemos comprender la profundidad de este amor? Remontémonos en la historia al profeta Abraham, a quien Dios le ordenó sacrificar a su único hijo. Si preguntamos por qué Dios escogió pedirle a su hijo en lugar de su ganado, bienes o tierra, la respuesta debe ser que el propio hijo de un hombre es muy diferente a estas otras cosas, porque procede de su padre y es parte del mismo padre. En consecuencia, es más querido para el corazón de su padre que cualquier otra cosa. Por lo tanto, la mejor manera en que Dios pudo probar el amor de Abraham por él fue ordenarle que sacrificara a su hijo por él. Porque ciertamente, si Abraham diese a su hijo a Dios, Él le daría todas las cosas. Esto es precisamente lo que la humanidad puede descubrir sobre el amor de Dios por los hombres en el don de su Hijo Jesucristo como sacrificio por la remisión de nuestros pecados:
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32)
Aún más, podríamos preguntarnos si Dios alguna vez le pediría a cualquier hombre que expresara su amor por él de una manera más grande y más desgarradora de lo que estuvo dispuesto a mostrar Dios por los hombres. Cuando Dios le pidió a Abraham que le diera a su hijo, ¿no fue esto ciertamente una señal de que una demostración recíproca del propio amor de Dios seguiría con la entrega de su Hijo por nosotros? Si no, entonces debemos concluir que un hombre dio una mayor prueba de su amor por Dios que la que Dios jamás ha dado a toda la humanidad. Esta idea es impensable. Dios nunca le pediría a ningún hombre que hiciera por él más de lo que él mismo está dispuesto a hacer por los demás. Y la maravillosa manifestación de su amor al dar todo lo que tenía en la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo es prueba suficiente de esto.
¿Qué mejor prueba podemos desear del amor de Dios por nosotros? Si ha dado a su Hijo por nosotros, que procede de él, entonces también nos dará todas las cosas con él. Si Él, en su profundo amor, nos ha dado el mayor de todos los dones, debemos estar confiados de que Él nos dará también todas las otras cosas. Además vemos que Abraham, una criatura humilde, estaba dispuesto a dar uno como él por el Dios eterno del universo. Era su deber obedecer cualquier mandato que Dios le diera. Pero, ¿qué deber se le impuso al eterno Padre de los cielos cuando dio a su Hijo, uno como él en todo, para los hombres humildes de la tierra? ¿Qué sino el amor infinito podría haber motivado tal acción?
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan 3:16)
El Padre no se quedó de brazos cruzados mientras los hombres daban a su Hijo una muerte terrible, ni tampoco en un acto de crueldad hizo de él una víctima inocente. ¡Oh, no! Tanto el Padre como el Hijo, en una muestra unida del maravilloso amor divino por la humanidad, soportaron la separación el uno del otro para asegurar que muchos hombres pudieran salvarse de una separación eterna en el infierno y ser llevados, en cambio, a la eterna comunión y gloria con ellos. Nada más que el amor podría haber soportado la cruz con todos sus horrores. Aquí tenemos una expresión visible del amor de Dios por nosotros. Dios ha manifestado plenamente con su Hijo la profundidad de su amor hacia nosotros:
“Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” (Romanos 5:8)
“En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.” (1 Juan 4:9)
Seguramente los hombres ahora pueden responder a Dios con un amor ilimitado en sus corazones. Aquí está la gloria de la revelación bíblica del amor de Dios en Jesucristo. No sorprende que el Corán tenga tan poco que decir sobre el amor de Dios cuando niega que Dios haya dado a su Hijo para redimirnos de nuestros pecados. Ha negado la mayor manifestación de este amor que jamás podría haber sido dada por Dios a los hombres. Como dijo Jesús:
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.” (Juan 15:13)
Esta es la forma de amor más grande y duradera: un amor que es tan fuerte como la muerte (Cantar de los Cantares 8:6) y no puede ser vencido por él. Tal amor se reveló en Jesucristo cuando voluntariamente dio su vida:
“Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.” (Juan 13:1)
Aquí tenemos prueba, no sólo del inestimable amor de Dios, sino también del hecho de que podemos depender de él para siempre. El verdadero cristiano nunca conocerá una pizca de la ira de Dios porque él es el objeto eterno de su amor inconmensurable. La dádiva voluntaria de su propio Hijo fue prueba perfecta de la veracidad de esta promesa:
“Con amor eterno te he amado”. (Jeremías 31:3)
La cruz de Jesucristo fue una prueba magnífica del amor eterno del Padre y del Hijo por la humanidad. Cada uno estaba preparado para soportar la pérdida de la presencia del otro (una circunstancia que no podemos estimar en nuestras mentes) para que nunca nos perdamos. No solo eso, sino que no es de extrañar que después de la muerte de Jesús y su resurrección tres días después, Dios solo es conocido como “Padre” en las Sagradas Escrituras. Este don inexpresable nos muestra más que cualquier otra cosa que Dios está realmente dispuesto a convertirse en nuestro Padre. Por medio de la cruz ha redimido para sí a todos los verdaderos creyentes en su Hijo y ha hecho posible desde ahora el perdón de todas nuestras ofensas para que seamos transformados de hijos de ira, que somos por naturaleza, en hijos de Dios.
Dios no sólo se ha convertido en nuestro Padre a través de lo que Jesús ha hecho por nosotros, sino que, siendo el Hijo eterno del Padre, también nos ha revelado a Dios mismo:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9)
Por tanto, no sólo vemos el amor de Dios manifestado en el don de su Hijo Jesucristo, sino que también tenemos el glorioso privilegio de ver en él la personificación misma del amor de Dios. Podemos, en todo lo que Jesús dijo e hizo, obtener un conocimiento muy completo del amor de Dios por nosotros. Porque ningún hombre ha amado jamás como este hombre. Ninguna deidad de ninguna otra religión se compara con él en su amor inagotable por los hombres. Vivió por ellos y murió por ellos. Toda su vida fue una expresión viva de amor. Nunca se vengó de sus enemigos, sino que los amó tanto que incluso oró en la cruz por ellos con estas palabras:
“Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes” (Lucas 23:34)
Dio a sus discípulos una revelación de amor tan notable en todo lo que le vieron hacer en los tres años que estuvo con ellos, que pudo decirles en la última noche que estuvo con ellos:
“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.” (Juan 13:34)
Les ordenó que se amaran como él los había amado. El mundo nunca había visto un amor tan profundo como el que vio en este hombre. Por lo tanto, cuando ordenó a sus discípulos que se amaran unos a otros de la misma manera que él los había amado, era ciertamente un mandamiento nuevo porque la norma de este amor era tal como el mundo nunca antes había conocido. Incluso otros, que no eran sus discípulos, al ver cómo se afligía por la pérdida de uno de sus seguidores a causa de una muerte prematura, decían:
“¡Mira cómo lo amaba!” (Juan 11:36)
Tenemos, por tanto, en la vida de Jesús un ejemplo maravilloso de la medida del amor del Padre por nosotros. Como Ramsey, ex arzobispo de Canterbury, lo expresó tan bien una vez: “Dios es como Cristo, y en él no hay nada que no sea como Cristo”. Esta es una declaración increíble. Sin embargo, de ninguna otra manera se puede expresar correctamente la extensión y la maravilla del amor de Dios. El Padre que está en los cielos es Aquel cuya imagen lleva el Hijo (como decimos en un proverbio, “De tal palo tal astilla”), por tanto, aquel amor tan grande que el Hijo expresó plenamente en su vida y muerte no fue más que el mismo amor del Padre por nosotros. No sólo eso, sino que el Hijo vivió entre los hombres y fue conocido por ellos. Ciertamente, si el Padre fue revelado en el Hijo, entonces cualquiera que lo conoció de verdad, también conoció a su Padre (Juan 14:7). Esto significa que no sólo podemos tener el magnífico privilegio de contemplar el amor de Dios por nosotros en el don de su Hijo, hecho que exige la única respuesta razonable que los hombres pueden dar a esta revelación de amor; es decir, que lo amemos recíprocamente con todo nuestro corazón. Pero también podemos tener la maravillosa alegría de conocer el amor de Dios dentro de nuestros propios corazones. Dios mismo se nos ha revelado en Jesucristo; por esto, no solo podemos percibir la expresión de su amor por nosotros, sino también tener la oportunidad de experimentar realmente ese amor dentro de nosotros. Esto nos lleva a nuestra última consideración: el modo en que el amor de Dios se ha hecho recíproco entre él y los hombres, algo que no sólo nos da potencial para expresar el amor sincero a Dios, sino también para desarrollarlo plenamente a través de la experiencia de su amor por nosotros en nuestros propios corazones.
5. El amor de Dios a través del Espíritu Santo
Debido a que Dios es nuestro Padre podemos tener un amor genuino en nuestros corazones hacia él. Por su gran obra en su Hijo Jesucristo hemos visto cuán digno es de ese amor. Pero ahora, a través del Espíritu Santo (que se da a cada verdadero creyente en Jesucristo) podemos experimentar realmente su amor por nosotros en nuestros corazones. Como lo expresó el apóstol Pablo:
“Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Romanos 5:5)
Qué maravillosa declaración es esta. El amor de Dios ha sido efectivamente derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se da a cada uno en el momento en que se vuelve y pone su fe en Jesús, buscando la salvación sólo en él. Por lo tanto, no sólo contemplamos el amor de Dios por nosotros en el don de su Hijo, sino que podemos experimentarlo realmente dentro de nuestras propias almas a través del Espíritu Santo que nos ha sido dado. Este principio de nuestra adopción como hijos de Dios por medio de Jesucristo y nuestra experiencia viva de esta relación en el Espíritu Santo fue resumido por Pablo con estas palabras:
“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:4-6)
Aquí tenemos el clímax de la revelación del amor de Dios hacia nosotros. Nos hemos convertido en hijos de Dios por obra de Jesucristo, a quien Dios envió al mundo para salvarnos de nuestros pecados. Pero ahora, al enviar el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, nos ha hecho completamente conscientes de nuestro estado ante él. No solo somos hijos, sabemos que somos hijos. Ahora somos copartícipes de la misma comunión eterna e íntima que el Padre y el Hijo han compartido entre sí desde toda la eternidad. De la misma manera que Jesús invocó a su Padre en el cielo con una expresión de intensa intimidad: “Abba, Padre” (Mr.14:36), ahora Dios nos ha llevado por su misericordia a esta misma relación íntima (“Abba” es una palabra hebrea que significa “Padre” pero que no está traducida al español porque no tenemos una palabra correspondiente en nuestro idioma que pueda expresar la intimidad y cercanía que denota esta palabra en hebreo). Los maestros sufíes de antaño afirmaban conocer el centésimo nombre de Dios (existen noventa y nueve al-asma al-husna, “hermosos nombres” de Dios según el islam tradicional), pero, en nuestra opinión, si realmente Dios tiene otro nombre, el que falta de los noventa y nueve, no es el centésimo sino el primero, y es este: Padre.
Dentro de nuestros propios corazones, Dios nos ha hecho conscientes de nuestra relación con él, tal como expresó Pablo:
“Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.” (Romanos 8:15-16)
Los cristianos, a través del Espíritu Santo, pueden invocar a Dios como su Padre, un título que representa su relación con él como ningún otro.
El Espíritu Santo en nosotros nos ha hecho particularmente conscientes de que Dios es ahora nuestro Padre y nosotros, por tanto, le invocamos como tal desde el profundo conocimiento del amor que nos tiene. Él es nuestro Padre de la manera más cercana posible y por medio de su Espíritu nos recuerda este hecho con toda seguridad. Todo esto ha sido hecho a través de la redención que Él propuso y realizó a través de su Hijo Jesucristo. Al morir por nuestros pecados para limpiarnos de todo mal, Jesús ha hecho posible que disfrutemos plenamente de esta nueva relación.
“Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”. (Efesios 2:18)
A través de él, el cristiano ha obtenido acceso a esta gracia en la que ahora se encuentra. El amor del Padre, manifestado en el Hijo, se ha convertido ahora en nuestra propiedad a través del Espíritu Santo que nos ha dado. Jesús mismo instó a sus discípulos a fortalecer y desarrollar este amor en sus corazones:
“Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.” (Juan 15:9)
No podemos decir cuán profundamente desea el Padre, a través del Hijo, que conozcamos este amor en nuestros propios corazones. Cuando Jesús oró a su Padre en el cielo la última noche que estuvo con sus discípulos, dejó en claro que todo su propósito al venir a la tierra era hacer que este amor fuera real para ellos:
“Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” (Juan 17:26)
Diez días después de la ascensión de Jesús al cielo, sus discípulos recibieron por primera vez el Espíritu Santo. A partir de ese día, el conocimiento personal del amor de Dios se hizo accesible a todos los hombres. Todos los que se vuelven a él en la fe y el amor por medio de su Hijo Jesucristo, no dejarán de descubrir la alegría de la salvación que acompaña a la conciencia de este amor en nuestros corazones. Como Jesús volvió a decir a sus discípulos la última noche que estuvo con ellos:
“Porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo vine del Padre” [1]. Juan 16:27
Aquí, pues, encontramos la prueba final del amor de Dios hacia los hombres. Al convertirse en nuestro Padre, ha hecho posible que expresemos un amor genuino hacia él sin temor a su ira en nuestros corazones. Él nos ha mostrado su amor de manera notable al darnos a su Hijo Jesucristo para redimirnos de nuestros pecados. Al darnos su Espíritu, ha hecho posible abiertamente que ese amor se vuelva completamente mutuo entre él y nosotros. A su vez, ahora podemos amarlo verdaderamente con todo nuestro corazón, alma y mente. Él es digno de tal amor y ha hecho posible que lo expresemos en plenitud.
¿Qué ofrecerá un hombre a Dios a cambio de tal amor? ¿Puede dar algo que se compare con eso? Después de todo lo que Dios ha hecho por nosotros, ¿podemos creer honestamente que podemos merecer su favor a través de nuestros propios esfuerzos religiosos débiles y poco entusiastas?
“Las muchas aguas no pueden extinguir el amor,
ni los ríos lo anegarán;
si el hombre diera todos los bienes de su casa por amor,
de cierto lo menospreciarían.” (Cantares 8:7)
Dios no quiere que los pecadores mezclen sus peregrinaciones, oraciones y devociones religiosas y diversos deberes eclesiásticos con sus pensamientos y obras malas. No puede soportar la iniquidad y la asamblea solemne (Isaías 1:13). Si esperamos obtener su beneplácito por cualquier cosa que hagamos por nuestra cuenta, mientras que casualmente pasamos por alto los pecados que cometemos, despreciamos completamente el amor que él nos ha revelado.
El Padre no quiere ninguno de tus esfuerzos, te quiere a ti. Él desea que respondas a esta gloriosa manifestación de su amor. Esta maravillosa revelación del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ha sido dada al mundo para que Dios obtenga de nosotros lo único que le es aceptable. Él quiere que seamos sus hijos y que lo amemos con todo nuestro corazón, alma y mente. Cualquier acto religioso o buena obra de gracia que fluye de tal amor es aceptable para él. Pero ninguna otra obra merece su aceptación.
Muchos, sin certeza del perdón, ofrecen obras religiosas a Dios con la esperanza de obtener así su aprobación y perdón. Pero ¿cómo es posible que nuestros míseros esfuerzos, envueltos en la multitud de pecados que cometemos todos los días, merezcan su aprobación?
Dios ha provisto una manera mejor y más segura de ganar su aprobación. El que se aparta de sus propias obras y confía en Jesucristo obtiene el perdón de sus pecados y una vida nueva. El verdadero cristiano muere en el conocimiento seguro del amor y el favor de Dios. ¿No prefieres acudir a aquel que puede salvar tu alma? Dios te extiende su mano en amor eterno, ¿no la estrecharás y obtendrás la salvación que Dios te ofrece gratuitamente? ¿No creerás en su Hijo que murió por ti para que puedas convertirte en un hijo de Dios? ¿No recibirás el Espíritu Santo para que, como un huérfano, puedas experimentar su cálido abrazo y saber en tu corazón que Dios es tu Padre?
“Lo que hemos visto y oído, os proclamamos también a vosotros, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y en verdad nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” (1 Juan 1:3)
Notas del traductor:
- “Porque…yo vine del Padre”. (Juan 16:27) El texto literalmente lee: “Porque… yo vine de Dios (theos)”. La Reina-Valera lo traduce de esta manera. Para la traducción de este artículo he utilizado la versión de La Biblia de las Américas, pues es la que más se acerca a la traducción en inglés. Sea como sea, es evidente que en este caso “Dios” equivale a “Padre”.
[…] En tercer lugar, el carácter de Mahoma no se parece al de ningún profeta de la Biblia. Muchas de sus afirmaciones sobre sus revelaciones son egocéntricas. La afirmación de Mahoma de que los musulmanes sólo podían tener cuatro esposas mientras que él podía tener las que quisiera es egocéntrica. Mahoma no soportaba el ridículo y por eso mató a una mujer mecana que escribió poesía satírica contra él. Las órdenes de matar a los infieles, a los que le rechazaban, hacen de Mahoma un hombre de guerra, no de paz. Mahoma dirigió a su ejército en unas 18 batallas y planeó otras 38 aproximadamente. La historia del Islam a partir de Mahoma es una historia de guerra, conquista, codicia y tiranía. El Islam no permite la libertad de expresión religiosa. No entiende, ni reconoce que la adoración forzada, la adoración coercitiva no es adoración real en absoluto. La adoración forzada sólo complacería al Diablo, no a Yahvé.[Lean El Amor de Dios en el Corán y la Biblia] […]