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¿Qué es el temor de Dios? – Parte 3

 

Adan y Eva en el Jardín del Edén

—Enguardia

Para leer la primera parte de este artículo dirigase aquí

Hoy continuamos con el estudio sobre el temor de Dios. En los dos primeros ensayos, me centré especialmente en el Antiguo Testamento. En este estudio, nos adentraremos en el Nuevo Testamento y analizaremos algunas de las numerosas referencias al temor de Dios. No obstante, este tema no es sencillo. Una de las dificultades con las que nos encontramos a menudo son las aparentes contradicciones o discrepancias, lo cual puede resultar confuso. El Antiguo Testamento nos enseña claramente que debemos temer a Dios; sin embargo, cuando el Ángel de Jehová se manifiesta visiblemente a un hombre o una mujer, Dios pronuncia las bellas palabras: «No temas».

En el Nuevo Testamento también encontramos esta incoherencia. Algunos pasajes nos enseñan claramente que debemos temer a Dios, pero otros parecen decirnos lo contrario. ¿Por qué estas contradicciones? ¿Debemos temerle sí o no? En este estudio, haremos todo lo posible por responder a estas preguntas.

El temor de Dios bajo la condenación de la Ley

El texto que vamos a leer a continuación puede parecer no tener ninguna conexión con lo que estamos hablando, pero si tenéis un poco de paciencia pronto veréis hacia dónde vamos. Empezaremos leyendo Gálatas 4:1-7

“Pero también digo: Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!  Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.”

Los creyentes de Galacia habían recibido el evangelio a través de Pablo, sin embargo, pronto llegaron unas personas que les desviaron de la verdad (Gal. 3:1). Estos hombres decían que había que circuncidarse y seguir la ley mosaica (curiosamente hoy tenemos el mismo problema). Por tanto, el apóstol vio necesario escribir esta carta de reprobación e instrucción, llamándolos de nuevo al verdadero evangelio.

En el texto que hemos leído, Pablo muestra una alegoría para demostrar su argumento. El niño, heredero y “señor de todo”, no difiere nada del esclavo. Está bajo la tutela de los tutores y curadores hasta que se hace adulto y el padre lo autoriza,  momento  en el que empieza a desempeñar su papel como verdadero heredero y señor.

Hay varias cosas que debemos descifrar en esta alegoría: quién o qué es el tutor, quién es el niño heredero, y quién es el esclavo.

En primer lugar, el tutor era un siervo encargado de enseñar a los niños y jóvenes de las familias ricas romanas.  También existían los “curadores” o gobernadores (gr. Oikonomos; de oiko, “casa”, y nomos,“ley”) de la hacienda. Estos eran esclavos que se encargaban de dirigir la economía de la casa. Eliezer el damasceno fue uno de estos. Según el libro del Génesis, Abraham tuvo miedo de que Eliezer acabara heredando sus posesiones y aún peor, la promesa hecha por Dios de la descendencia y la tierra. (Gen. 15:2-3) No obstante Dios le prometió que este no sería su heredero, sino uno de su propia simiente. Interesantemente, es en este capítulo dónde se nos dice que Abraham creyó en Dios, y le fue contado por justicia. Como veremos más adelante esto es importante.

Hay varias cosas que podemos sacar de esto. En primer lugar, el niño estaba bajo la autoridad de estos tutores y gobernadores. El tutor se encargaba de su educación y el el gobernador de su cuidado. El niño no tenía posesiones, pues estaba bajo el cuidado del oikonomos; es decir, el niño todavía no podía disfrutar de su herencia. Estaba bajo el “yugo” de estos esclavos, por lo que era como uno de ellos.

Otra cosa que podemos deducir es que estos siervos podían en ocasiones ser los verdaderos herederos. No era algo fuera de lo común que en la cultura Romana un amo que no tenía hijos traspasara su herencia a un siervo al cual redimía y le otorgaba estatus de hijo. Esto era lo que Abraham había temido.

Ahora bien, el tutor es una imagen de lo que era y es la Ley. En el capítulo anterior Pablo explica a los gálatas que, aunque la Ley es buena, esta en ninguna manera puede justificar a nadie: el justo por la fe vivirá (Gal. 3:11). Abraham creyó y le fue contado por justicia (Gen. 15:2). Es decir, Dios no nos justifica por nuestra obediencia a la Ley, aunque esta es buena, sino que nos salva por medio de la fe. ¿Qué propósito tiene la Ley entonces? La Ley fue el ayo para llevarnos a Cristo (Gal.3:24).

Aquí Pablo utiliza un término bien conocido en la cultura griega: pedagogos. El “ayo” o pedagogo era un esclavo que se encargaba, entre otras cosas, de llevarlo al lugar donde iba a recibir educación. Así pues, la Ley fue el pedagogo que nos llevó a Cristo. Su propósito es hacernos ver que somos incapaces de cumplir toda la Ley, por lo que necesitamos alguien que nos redima, y eso solo puede venir por la fe en Cristo. De una manera similar, el propósito del tutor es guiar al niño a la Verdad. Así mismo, la Ley nos hacía ver nuestra necesidad de un sacrificio mejor.

Ahora bien, toda buena educación que le dé el tutor no será suficiente para otorgarle una herencia. La herencia del niño no se basa en su adherencia a la Ley.

“Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa.” (Gal. 3:18)

La promesa a Abraham fue que mediante su simiente, Cristo, él heredaría la Tierra Prometida (Israel) y todas las naciones serían bendecidas. Esta promesa fue ratificada por la fe de Abraham, la cual le “fue contada por justicia”. Cristo, a través de su sacrificio, ha bendecido todas las naciones y seremos coherederos con él cuando regrese a tomar posesión de su reino. Esta promesa es real, no alegórica.

Básicamente, lo que el apóstol les dice a los gálatas es lo siguiente:  vosotros erais antes como niños, estabais bajo los rudimentos del mundo, bajo la ley; ahora que sois adultos y libres, ¿por qué volvéis ahora atrás y os atáis al yugo de la esclavitud? En efecto, la Ley era esclavizadora, pero apuntaba a la libertad. Pero ahora, vosotros sois hijos, ¡y si hijos, libres!

Ahora bien, dicho esto me gustaría enfatizar que el verdadero heredero, el primogénito, no somos nosotros, sino Cristo. Un pasaje que nos ayuda a dilucidar este hecho es Lucas 2:41-52. Este relato tan conocido nos cuenta que, cuando Jesús tenía doce años, subió con sus padres a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua, pero cuando la familia regresaba a casa, él se quedó en la ciudad sin que ellos lo supieran. Los padres lo estuvieron buscando por varios días, hasta que lo encontraron en el templo “sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles.”

Jesús, estaba en el umbral de la niñez y, como nos dice el texto, estaba sujeto a los padres y “crecía en sabiduría y estatura”. Cuando la madre finalmente lo encontró y le reprendió, Jesús respondió: ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar? El entendió que su tiempo se estaba acercando. El Padre pronto iba a enviarlo para cumplir su propósito y él debía estar en los asuntos de Abba. Pero antes de todo esto, él debía estar bajo la Ley, aprendiendo de los “doctores” y sujeto a los padres. No obstante, el día vendría cuando el Padre enviaría a su Hijo para redimir a los que estaban bajo la Ley, “a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.” (Gal. 4:4)

¡Que grandeza, pensar que Dios envió a su Hijo, el heredero de todo, que estuvo bajo la esclavitud de la Ley, sujeto a hombres mortales, y fue enviado por el Padre a sufrir en este mundo para liberarnos y otorgarnos, como hijos adoptados, una herencia incorruptible!

La idea de esta magnífica redención continúa unos versículos más adelante, donde el apóstol les ofrece otra alegoría a sus hermanos de Galacia.

“Decidme, los que queréis estar bajo la ley: ¿no habéis oído la ley?  Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos; uno de la esclava, el otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la carne; mas el de la libre, por la promesa.  Lo cual es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; este es Agar. Porque Agar es el monte Sinaí en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, pues esta, junto con sus hijos, está en esclavitud.  Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre.” (Gálatas 4:21-26)

Esta es una bella representación de la idea que se expone más arriba. La primera alegoría parece estar enfocada a un público gentil. Hay que recordar que la iglesia de los gálatas estaba formada principalmente por gentiles. Sin embargo, aquí Pablo utiliza una alegoría exclusivamente bíblica. Dios le había prometido a Abraham una descendencia, pero viendo que la promesa no se cumplía, Sara le pidió a Abraham que se llegara a su esclava para tener un hijo y así poder adoptarlo. Abraham tuvo un hijo con Agar, a quien llamó Ismael. Sin embargo, Abraham desechó a la esclava y a su hijo, porque él no iba a heredar la promesa.

Agar y su hijo Ismael representan el Sinaí en Arabia, pues los ismaelitas se asentaron en allí (muchos piensan que el Sinaí está en Egipto, pero si leemos el texto bíblico, deberíamos concluir que está en Arabia, no en Egipto). A su vez el Sinaí representa la “Jerusalén actual”; es decir, la Jerusalén farisea de los tiempos de Pablo. Esta Jerusalén estaba bajo una esclavitud religiosa basada en la Ley mosaica. Por otro lado, Isaac, el hijo de Sara, representa a la Jerusalén celestial. Esta misma idea la encontramos en Hebreos 12:18-24:

“Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo;  y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando; sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos,  a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel.”

Aquí vemos una idea similar a la anterior: el monte Sinaí representa el terrible juicio de Dios. Nosotros, como hijos de Dios, ya no pisamos el espantoso monte llamado Sinaí, sino que nos hemos acercado a Sión, la Jerusalén celestial.

Hoy en día mucha gente habla de los sionistas como una peste. Pues yo os digo que me siento orgulloso de ser sionista. Señores, no se a vosotros, pero a mí no me apetece nada vivir en el Sinaí. Yo ya no formo parte de ese viejo orden, sino del nuevo. Todos nosotros, los creyentes, ahora somos ciudadanos de Sión. Es cierto que todavía no la hemos visto ni palpado, pero un día la veremos descender del cielo, y entraremos en ella, y viviremos en ella. Algunos piensan que la nueva Jerusalén es algo alegórico, pero yo estoy convencido de que es algo real. La ilustración que hemos visto anteriormente nos muestra que el Sinaí es la Jerusalén terrenal. Si el Sinaí y Jerusalén eran cosas palpables, también debemos esperar que Sión y la nueva Jerusalén lo sean.

“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios.  Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!  El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.  Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” (Rom. 8:12-17)

Aquí volvemos a ver la misma idea expresada anteriormente en Gálatas. Aunque éramos esclavos de este mundo y estábamos bajo la Ley, hemos sido liberados a través del “espíritu de adopción”. Somos sus hijos adoptivos y “coherederos con Cristo”. Debemos enfatizar aquí lo que nos dice el texto. Somos herederos de las promesas de Dios, pero gracias a la obra de Cristo. Jesús es el verdadero heredero, pero como hijos adoptados hemos sido hechos coparticipes y coherederos. Él es el “primogénito entre muchos hermanos” (Rom. 8:29) Así pues,  “ya no estamos bajo el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor”. Ahora bien, ¿de qué temor está hablando aquí?

En el primer versículo de este capítulo Pablo nos dice: “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.” Aquellos que han sido regenerados y adoptados como hijos no están bajo condenación. Antes vivíamos bajo la esclavitud del pecado. Sabíamos, gracias a la Ley, que éramos pecadores, pero la Ley en sí no tenía poder para librarnos de la condenación. Ahora, habiendo creído en la promesa hemos sido liberados de la condenación eterna.

“¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?  El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?”  (Rom. 8:31-35)

Así pues, gracias al sacrificio de Cristo, obtenemos la certeza de nuestra salvación. Nadie puede acusarnos ni apartarnos de él. Nada  puede separarnos de su amor. Él nos ha justificado mediante nuestra fe en él, así como Abraham fue justificado por su fe. Por lo tanto, el temor a la muerte producida por la esclavitud de la Ley ha pasado. Ya no tenemos temor a la condenación.

“En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo. Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.” (1 Juan 4:13-18)

Hay una corriente dentro del mundo evangélico que enseña que la salvación puede perderse. Tanto el texto anterior que hemos leído como este nos enseña que nuestra salvación es segura.

Es cierto, nuestra salvación se basa en nuestra permanencia. Pero el apóstol Juan nos da la solución para permanecer en él. En primer lugar, nuestra permanencia se basa en la obtención del Espíritu. Si tenemos su Espíritu permanecemos en él. El capítulo uno de Efesios nos dice:

“En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria.” (Ef.1:13-14)

El Espíritu es nuestro seguro de vida, es el sello de nuestra permanencia. El Espíritu nos asegura nuestra herencia (o coherencia) de aquello que ha sido adquirido y que disfrutaremos en el futuro. Por lo tanto, el Espíritu Santo es lo que nos asegura permanecer en él y obtener aquello que nos ha prometido.

En segundo lugar, nuestra confesión es una señal de nuestra permanencia.  Si hemos sido regenerados por su Espíritu debemos confesar a Jesús como salvador. Claramente, el que niega a Jesús no tiene su Espíritu: “Cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos.” (Mat. 10:33)

En tercer lugar, nuestra permanencia debe mostrarse a través de nuestro amor. Cuando amamos estamos mostrando que el Espíritu de Dios vive en nosotros. Si no somos capaces de perdonar y vivimos en odio constante estamos demostrando que su Espíritu no mora en nosotros.  En ocasiones un creyente puede caer en estos pecados, pero el temor de Dios debería llevarlo al arrepentimiento. La persona que no se arrepiente muestra que no ha sido regenerada. Pero nuestro amor se basa primeramente en el entendimiento de que Dios nos ha amado primero. Jesús entregó su vida por nosotros. Ese es el amor que nos salva.

El texto nos dice: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo.” Ahora bien, ¿a qué temor se refiere? Como hemos establecido antes, se trata del temor al castigo eterno, a la condenación, al “día del juicio”(v.17). Quien tiene temor de la muerte y el juicio eterno, muestra que sigue viviendo bajo el peso del antiguo orden de la Ley: su amor en Jesús no ha sido perfeccionado. Este amor comienza cuando aceptamos y creemos lo que él ha hecho por nosotros. Quien niega su obra vive inevitablemente en algún tipo de legalismo.

Al igual que hace dos mil años, hoy día existen corrientes legalistas que quieren hacernos volver a la Ley. Como hemos visto, esto va en contra de la verdad revelada por Dios. Cuando alguien afirma que se necesita algo más para ser salvo o que estamos en peligro de perder nuestra salvación, está demostrando ser un incrédulo o bien ser un creyente que ha sido arrastrado por una doctrina de demonios.

Ahora bien, quizá estéis pensando que todo esto solo demuestra que, como creyentes, no debemos temer a Dios. Eso es cierto. No debemos temerle cuando hablamos de la condenación eterna. Pero, como veremos, existe otro lado de la moneda.  Hay un temor que no se basa en la condenación, sino precisamente en nuestra condición de hijos de Dios.

El temor de Dios como hijos de Dios

Hay numerosos pasajes del Nuevo Testamento en los que se habla sobre el temor de Dios en referencia a los creyentes. Nos llevaría mucho tiempo explicar cada uno de ellos, pero aquí van varios ejemplos:

Ef. 5:21
Someteos unos a otros en el temor de Dios.

1 Ped. 2:17
Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios. Honrad al rey.

Fil. 2.12
Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor.

Todas estas citas van dirigidas a los “hermanos”, es decir, a los creyentes. Después de escuchar lo que he dicho antes, esto puede parecer una contradicción, pero como veremos enseguida, no lo es.

Hay dos razones fundamentales por las que debemos temer a Dios, aun sabiendo que no vamos a ser condenados para el fuego eterno. La primera es que Dios puede castigarnos o disciplinarnos aún siendo sus hijos. El siguiente texto (Heb. 12:3-6) nos ayudará a esclarecer esto:

“Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado; y habéis ya olvidado la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo:

Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor,
Ni desmayes cuando eres reprendido por él;
Porque el Señor al que ama, disciplina,
Y azota a todo el que recibe por hijo.

Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?  Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?” Y aquellos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero este para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.” (Heb.12:3-11)

Hay una corriente muy fuerte que ha arrastrado a muchos creyentes a negar este pasaje. Hablo de la corriente de la psicología moderna que alega que los padres nunca deben tocar a un niño. En algunas mentes el castigo físico es inconcebible. Desgraciadamente no pocos creyentes piensan así. Pero esto va claramente en contra de lo que nos enseñan las Escrituras. El texto que hemos leído, no solo nos enseña que debemos hacerlo (cuando sea requerido), sino que Dios también hace lo mismo con nosotros. Sí, Dios va a disciplinarnos cuando lo considere necesario.

Algo muy llamativo en este pasaje es que aquel padre que no disciplina a su hijo lo está tratando como a un bastardo. Esto nos debería hacer pensar mucho. ¿A quién estamos criando, a un hijo legítimo o a un bastardo? ¿Realmente podemos decir que queremos a nuestro hijo cuando le dejamos hacer lo que quiere?

De la misma forma, ¿cómo podemos pensar que Dios nos va a dejar sin disciplina cuando hacemos algo malo y no nos arrepentimos? Si somos sus hijos, Dios nos va a disciplinar, “porque el Señor al que ama, disciplina.” La persona que ama a su hijo va a corregirlo cuando sea necesario, incluso de manera física. El padre que no ama a su hijo lo deja deambulando por los caminos de este mundo, con el peligro de que se pierda por completo. Por tanto, la disciplina es necesaria, como lo es el temor de Dios.

Sí leemos unos versículos más adelante, nos encontramos con el texto que hemos leído anteriormente sobre el monte Sinaí y Sión, la nueva Jerusalén. El autor prosigue:

“Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos. La voz del cual conmovió entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo. Y esta frase: Aún una vez, indica la remoción de las cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las inconmovibles. Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor.” (Heb. 12:25-28)

Hemos establecido antes que los creyentes no deben vivir en temor, pues no somos parte del monte Sinaí sino de la Ciudad de Dios, de Sión. ¿Por qué, entonces, debemos servirle con “temor y reverencia”? ¿Por qué debemos tener miedo de ese fuego consumidor si sabemos que Cristo intercede por nosotros, como el ángel de Jehová con la zarza?

La respuesta es clara: debemos temerle porque puede castigarnos como a un padre que corrige a sus hijos. Aunque sabemos que somos sus hijos debemos tener siempre presente que seguimos siendo pecadores. Por eso creo que es importante confesar y arrepentirnos diariamente, sino corremos el peligro de acabar siendo disciplinados por Dios e incluso llegar a perder nuestra comunión con él.

Ahora bien, la segunda razón por la que es importante temer a Dios es porque un día nos encontraremos cara a cara con él. Dios va a inquirir todo lo que hemos hecho.

“Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo. Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres; pero a Dios le es manifiesto lo que somos; y espero que también lo sea a vuestras conciencias.” (2 Cor. 5:9-11)

Todos los hijos de Dios compareceremos ante el tribunal de Cristo para recibir según lo que hayamos hecho. Este tribunal no es el lugar donde serán juzgados los incrédulos. Según el Apocalipsis 20:11-15, Dios juzgará desde su trono blanco a todos los muertos “según sus obras”. El versículo quince nos dice que todo aquel que no aparezca “inscrito en el libro de la vida” será lanzado al lago de fuego.

Nosotros, los creyentes, no compareceremos ante el trono blanco, en primer lugar, porque no estamos muertos, sino vivos. En segundo lugar, porque estamos inscritos en el libro de la vida (Fil. 4:3; Ap. 3:5). Por lo tanto, el tribunal de Cristo es el lugar en el que Dios indagará sobre nuestros hechos.

“Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego.” (1 Cor. 10-15)

Este pasaje nos enseña claramente que Dios va a probar nuestras obras. Podemos construir con oro, plata o piedras preciosas; o edificar con madera, heno u hojarasca. Nosotros escogemos, Dios no fuerza a nadie. Pero debemos saber que Cristo un día va a “juzgarnos”. Él probará nuestras obras, como un técnico de calidad inspecciona los materiales. El que ha construido con madera o paja, o el que ha construido con oro o plata; eso será manifiesto. Los malos constructores seguirán siendo parte de la Ciudad de Dios, sí, pero “así como por fuego”.

Así pues, ¿cómo vamos a construir? ¿Cómo vamos a vivir? ¿Qué obras vamos a edificar aquí en la tierra que perduren en el más allá? ¿En qué invertiremos nuestros recursos, en construir para nuestros placeres o para la obra de Dios? ¿Cómo trataremos a los obreros de Sión?¿Cuánto tiempo le dedicaremos a la obra? ¿Escatimaremos los recursos?

Todo esto, Dios lo probará un día, por lo que es necesario que caminemos con “temor y temblor”, pues Dios es “fuego consumidor” (Heb. 12:28). ¿Cómo queremos presentarnos delante de Dios, alegres y con una conciencia limpia, o preocupados, sabiendo que nuestra conciencia nos reprende? Mi pensar es que todos nosotros deseamos lo primero. Así pues, dejemos las obras malas, purifiquemos nuestras mentes y volvamos a la obra.

Conclusión

El temor de Dios es necesario tanto para el incrédulo como para el creyente. Quien no cree debe temer a Dios, pues está bajo su ira. Un día, todos los hombres muertos comparecerán ante el trono blanco. Se abrirán los libros y se castigará según sus obras. Quien no haya sido inscrito en el Libro de la Vida irá al fuego eterno. Así pues, si todavía no te has decidido, hoy es el momento. No esperes más.

Para el creyente, el temor de Dios también es necesario. Aunque no vamos a ser condenados, un día nos presentaremos ante el tribunal de Cristo. Dios va a probar nuestras obras. Hoy es el momento de escoger cómo vamos a presentarnos delante de Cristo: preocupados y cabizbajos o contentos y con la cabeza erguida.

Además, debemos permanecer en el temor de Dios diariamente, sabiendo que seguimos siendo pecadores. No pensemos más de lo que somos, no sea que seamos tentados y caigamos como moscas después de ser aplastados. Busquemos a Dios sin cesar, recordando que Dios ama a sus hijos y que igual que puede disciplinarlos también puede sostenerlos en el día de la prueba y premiarlos cuando sea la hora.

Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios

 

 

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