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Misión

Hace años trabajé por un tiempo como vigilante de seguridad en un aparcamiento de camiones. Como mi turno era de noche, quedarse despierto toda la noche se hacía muy difícil. Para no dormirme y poder seguir velando por los camiones, recurrí a varías técnicas; por ejemplo, tomar café o salir a caminar por el recinto. En otro trabajo, como repartidor nocturno, incluso recurrí a técnicas más rigurosas, como sacar la cabeza por la ventana en las frías noches de invierno o auto-infligirme bofetadas mientras conducía.

No estoy seguro que ninguna de estas técnicas funcionase demasiado bien, pero una cosa tenía clara: debía permanecer despierto y velar. En mi trabajo como repartidor era necesario estar despierto para no tener un accidente y causarme daño a mi mismo, o aún peor, causar dañó a otra persona. En el trabajo de vigilante, era necesario permanecer despierto para así poder cuidar el recinto y velar por la seguridad de los camiones.

Hace unos dos mil seiscientos años, un hombre fue destinado como centinela. El hombre se llamaba Ezequiel y fue «puesto por atalaya a la casa de Israel» para vigilar y advertir a su pueblo de un ataque inminente.

[Y si el atalaya] viere venir la espada sobre la tierra, y tocare trompeta y avisare al pueblo, cualquiera que oyere el sonido de la trompeta y no se apercibiere, y viniendo la espada lo hiriere, su sangre será sobre su cabeza. El sonido de la trompeta oyó, y no se apercibió; su sangre será sobre él; mas el que se apercibiere librará su vida. Pero si el atalaya viere venir la espada y no tocare la trompeta, y el pueblo no se apercibiere, y viniendo la espada, hiriere de él a alguno, este fue tomado por causa de su pecado, pero demandaré su sangre de mano del atalaya. (Ez. 33.3-6)

El mensaje aquí es claro. Si el atalaya ve venir al enemigo y no avisa al pueblo, Dios demandará «su sangre de mano del atalaya». Pero si el atalaya avisa al pueblo, la culpa recaerá sobre la cabeza de cada uno que no quiso escuchar. Así pues, Ezequiel es enviado a amonestar a Israel y advertirles del juicio venidero, tal como nos dicen los siguientes versículos:

A ti, pues, hijo de hombre, te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que se aparte de él, y él no se apartare de su camino, él morirá por su pecado, pero tú libraste tu vida. (Ez. 33.7-9)

Aunque es cierto que este mensaje iba dirigido especialmente a Ezequiel e Israel, nosotros, como «hijos de luz», debemos tomar consejo en estas palabras. El creyente, como el atalaya, debe estar atento a la trompeta (la Palabra) que nos avisa del juicio venidero. Si no avisamos al pueblo, Dios lo demandará de nuestra parte. Sin embargo, si les avisamos y no escuchan, la culpa recaerá sobre ellos.

¿Cual es el mensaje? Que Jesús murió por todos nosotros, porque «herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él»(Is. 53), y si creemos en él, también resucitaremos con él, siendo librados del juicio venidero, tanto de la gran tribulación que vendrá sobre la tierra como en el juicio final.

No obstante, la misión del creyente no es solo amonestar y advertir a los incrédulos, sino también velar en el camino, para no dormirse y sufrir un accidente. La manera más segura —y de hecho la única— de asegurarnos que esto no pase es con la oración y el estudio de la Palabra.

«Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre.» (Lucas 21:36)
Yelmo y Espada

Los que escuchan la llamada del atalaya y velan no permanecen quietos. Éstos, más bien, se preparan para la batalla, tomando «el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios.» (Ef. 6:17)Porque, el «adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar.»

Así pues, la misión de Enguardia es (1) advertir e informar a los que andan en tinieblas —y así ser rescatados del juicio venidero— y (2) proporcionar toda la información posible al creyente para que pueda seguir creciendo y que, al mismo tiempo, estos oyentes puedan servir como atalayas del Evangelio.