O, cómo los antiguos filósofos también rechazaban el azar como mecanismo de transformación
—Enguardia
Nos cuentan que la evolución es poco más que una serie de eventos fortuitos que han creado (y siguen creando) todo lo que existe en este universo: el azar es para los evolucionistas la llave mágica de la creación. Hoy día, creer en un propósito, en un Dios, es ser un inculto, o peor, un fanático religioso. Sin embargo, poco se sabe que hace ya dos mil años estos asuntos estaban siendo discutidos por los más grandes filósofos. Algunos de éstos rechazaban rotundamente la idea del azar como el guante mágico de la creación. Por ejemplo, Cicerón, en su De Natura Deorum (Sobre la naturaleza de los dioses), cita a Aristóteles diciendo lo siguiente:
Al llegar a este punto, ¿no me habré de sorprender de que haya alguien que pueda estar personalmente convencido de que existen ciertas partículas de materia, sólidas e indivisibles, arrastradas por la fuerza de la gravedad y de que la colisión o choque fortuito de estas partículas produce este mundo tan elaborado y bello? Yo no puedo entender por qué el que considera posible que esto haya ocurrido no pensará también que si un número incontable de copias de las veintiuna letras del alfabeto, hechas de oro o de lo que quiera, fueran echadas juntas en un receptáculo y fueran luego agitadas y echadas al suelo, había de ser muy posible que ellas formaran los Annales de Ennio, completamente a punto para el lector. ¡Yo dudo incluso de que el azar pueda tener éxito en la constitución de un único verso! (1)
Lo que dice Cicerón hoy cobra más sentido que nunca con el “nuevo” descubrimiento del código del ADN. La combinación de cuatro nucleótidos o letras (A,C,G,T) forman la información necesaria para crear las proteínas, los ladrillos esenciales para la vida. A su vez, estas proteínas están formadas por aminoácidos (otro tipo de letras), los cuales son ensamblados en un orden específico (formando “palabras”) para crear dichas proteínas. ¿Puede ser simple casualidad, como dice Cicerón, que estas letras aparecieran y se ordenasen solas para formar el ADN? Y ¿puede ser que se hubiesen creado las proteínas a la misma vez y de la misma forma? Y ¿puede ser que se formasen, simultáneamente, las células que albergan estos dispositivos, sin las cuales no podrían persistir? “Yo—diría Cicerón— dudo de que el azar pueda tener éxito en la constitución de un único gen (sección de ADN) y menos de una proteína.”
Cicerón prosigue:
Así y todo, según la afirmación de esos, a base de partículas de materia que carecen de calor, que carecen de toda cualidad —el término griego es «poiotes» —, que carecen de sensación, pero que chocan entre sí al azar y de manera fortuita, ha aparecido el mundo en su plenitud o, mejor aún, un número incalculable de mundos, de los que unos están siendo producidos y otros están pereciendo a cada instante del tiempo; esto supuesto, si el choque de los átomos puede crear un mundo, ¿por qué no puede producir un pórtico, un templo, una casa, una ciudad, siendo así que estas cosas son menos y, en verdad, mucho menos difíciles de hacer? Ciertamente, se dedican con tanta temeridad a decir tonterías acerca del mundo que llego a tener la impresión de que ellos no han levantado nunca su mirada hacia este cielo tan sorprendentemente bello —que es el tema que he de tratar a continuación—. Así, pues, dice Aristóteles con gran brillantez. (2)
Cicerón (a través de Aristóteles) muy probablemente se refiere a las ideas propuestas por Demócrito y Leucipo. El materialismo de Demócrito fue retomado en la época de la ilustración y desde entonces ha pasado a formar parte de la filosofía moderna. Según estos filósofos el mundo solo es el resultado de choques fortuitos de partículas y nada más. Obviamente, nunca se ha observado que se formara por casualidad un planeta, ni tampoco «un pórtico, un templo, una casa, una ciudad, siendo así que estas cosas son menos y, en verdad, mucho menos difíciles de hacer«. A pesar de todo, la mayoría de científicos piensan que ésto es así. Pero esto, creemos nosotros, no son más que filosofías vanas; aunque necesarias para no creer en un creador. Deseamos, eso sí, que algunos puedan salir de esta insensatez y conocer, no a los dioses de los que habla Cicerón, sino más bien al único Dios soberano, al Logos (la palabra) verdadero que fundó el mundo, que lo sostiene, y que lo fundirá para crear uno de nuevo.
(1) Cicerón. De Natura Deorum. Libro II, Capitulo xxxvii.
(2) Ibid.
Sé el primero en comentar